Hace unos días atrás me levanté tan pero tan feliz.
Seguía de vacaciones y la mañana me recibió con aroma a primavera, hasta llegué a pensar que sí, que se estaba adelantando el calorcito. Desayuné, me duché, me dieron ganas de ponerme linda. Me vestí toda colorinche (esto no es raro, pero los colores estaban más coloridos de lo usual), me puse aritos y me los aguanté a pesar del dolor en mis lóbulos por los meses que no los traspasaba con accesorios, incluso me probé varios collares hasta decidirme por uno cuando casi siempre los dejo pensando que son muy bonitos pero no me quedan bien, y sí, también me perfumé.
Salimos con N, pasamos por el parque Rivadavia, recorrimos los puestos buscando un libro pero no lo encontré, todo bien, emprendimos camino al Centenario. Durante el trayecto, nos tomamos un delicioso café helado, pasamos por una librería y tenían el libro a 50 pesitos... paciencia paciencia, confiaba en que lo podía encontrar más barato.
Llegamos al Centenario, recorrimos otro poco, pasamos por los puestos y en el primero lo encontré. Ya le tenía fe viendo al puestero tomando solcito, súper relajado, me lo dio por 30 y de la misma buena editorial (veinte pesitos hacen la diferencia). Decidí que esos puestos son lo más, perdón Rivadavia pero ya no sos el mismo... Seguimos paseando, fuimos al lago y nos sentamos en un banquito.
Toda esta paz fue interrumpida por un repentino silbatazo. Me doy vuelta y veo a una ¿guardaparque? enloquecida con su silbatito dirigiéndose a un nene con una pelota en la mano junto con una nena, ambos mirándola con pavor, a unos metros estaba la que supuse su abuela. La loca del silbato se fue, con su silbato en la boca, y los pobres pequeños se quedaron sentaditos con su abuela, con cara de ¿si no puedo jugar acá... dónde?
Obvio, me puse como loca. A quejarme con N. Según N estaba bien, que si no tiran la pelota y molestan, que arruinan el pasto bla bla bla. Hasta que supo ver el contexto: no eran diez flaquitos jugando al fútbol en un espacio reducido por la presencia de muchas personas tomando sol y relajándose. No, eran 2 pobres criaturas, en medio de la tierra - o sea, no había ningún pastito prohibido para pisar -, con nadie nadie a su alrededor.
Fue terrible la imagen de los tres pasando enfrente de nosotros con una cara de decepción... puede que mi enojo haya agrandado todo, pero igual, tenían cara de decepción.
Lamentablemente, me quedé con las ganas de hacerle tragar el silbato y ahogarla en el lago del parque.
Seguía de vacaciones y la mañana me recibió con aroma a primavera, hasta llegué a pensar que sí, que se estaba adelantando el calorcito. Desayuné, me duché, me dieron ganas de ponerme linda. Me vestí toda colorinche (esto no es raro, pero los colores estaban más coloridos de lo usual), me puse aritos y me los aguanté a pesar del dolor en mis lóbulos por los meses que no los traspasaba con accesorios, incluso me probé varios collares hasta decidirme por uno cuando casi siempre los dejo pensando que son muy bonitos pero no me quedan bien, y sí, también me perfumé.
Salimos con N, pasamos por el parque Rivadavia, recorrimos los puestos buscando un libro pero no lo encontré, todo bien, emprendimos camino al Centenario. Durante el trayecto, nos tomamos un delicioso café helado, pasamos por una librería y tenían el libro a 50 pesitos... paciencia paciencia, confiaba en que lo podía encontrar más barato.
Llegamos al Centenario, recorrimos otro poco, pasamos por los puestos y en el primero lo encontré. Ya le tenía fe viendo al puestero tomando solcito, súper relajado, me lo dio por 30 y de la misma buena editorial (veinte pesitos hacen la diferencia). Decidí que esos puestos son lo más, perdón Rivadavia pero ya no sos el mismo... Seguimos paseando, fuimos al lago y nos sentamos en un banquito.
Toda esta paz fue interrumpida por un repentino silbatazo. Me doy vuelta y veo a una ¿guardaparque? enloquecida con su silbatito dirigiéndose a un nene con una pelota en la mano junto con una nena, ambos mirándola con pavor, a unos metros estaba la que supuse su abuela. La loca del silbato se fue, con su silbato en la boca, y los pobres pequeños se quedaron sentaditos con su abuela, con cara de ¿si no puedo jugar acá... dónde?
Obvio, me puse como loca. A quejarme con N. Según N estaba bien, que si no tiran la pelota y molestan, que arruinan el pasto bla bla bla. Hasta que supo ver el contexto: no eran diez flaquitos jugando al fútbol en un espacio reducido por la presencia de muchas personas tomando sol y relajándose. No, eran 2 pobres criaturas, en medio de la tierra - o sea, no había ningún pastito prohibido para pisar -, con nadie nadie a su alrededor.
Fue terrible la imagen de los tres pasando enfrente de nosotros con una cara de decepción... puede que mi enojo haya agrandado todo, pero igual, tenían cara de decepción.
Lamentablemente, me quedé con las ganas de hacerle tragar el silbato y ahogarla en el lago del parque.
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